Domingo 28 de diciembre de 2025, Pastora Ruth Diaz Adasme
Al llegar al último domingo del año, el corazón inevitablemente mira hacia atrás y también hacia adelante. Hacemos balances, recordamos los momentos buenos, los difíciles, lo que logramos y lo que quedó pendiente. En medio de ese ejercicio tan humano, Jesús nos habla con una imagen sencilla y profunda:
“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador.” (Juan 15:1)
No es un lenguaje complejo ni teológico en exceso. Es la imagen de una planta, de ramas, de vida que solo puede crecer cuando está bien conectada. Esta palabra es un regalo perfecto para cerrar el año y abrir el siguiente con esperanza.
En la Biblia, la vid siempre fue símbolo del pueblo de Dios. Era la planta que el Señor había sembrado con amor, cuidando con paciencia, esperando frutos. Sin embargo, muchas veces esa vid no respondió como se esperaba.
Por eso Jesús declara algo revolucionario:
“Yo soy la vid verdadera.”
Con estas palabras nos está diciendo:
Lo que no pudo sostenerse por sí mismo, ahora lo sostengo yo.
Nuestra vida espiritual no se apoya en nuestros aciertos, ni en lo bien que nos portamos durante el año, ni siquiera en nuestra constancia. Se apoya en Cristo, que no falla y que permanece fiel aun cuando nosotros no lo somos.
Jesús nos recuerda que el Padre es el labrador. Él conoce cada rama, cada herida, cada fragilidad. El labrador cuida, riega, protege… pero también poda.
La poda duele. No es cómoda. Pero nunca es para destruir, sino para dar más vida.
Tal vez este año experimentaste esa poda:
una enfermedad,
una pérdida,
un cansancio profundo,
una decepción inesperada.
Aunque no siempre lo entendimos, Dios no nos soltó. Incluso en medio del dolor, siguió trabajando silenciosamente en nuestro corazón.
Jesús dice que nosotros somos las ramas. Y aquí aparece una verdad clave: la rama no vive por sí sola. Vive porque dentro de ella corre la savia.
Esa savia no se ve, pero se nota en el fruto.
Esa savia es el Espíritu Santo.
Cuando estamos unidos a Cristo, el Espíritu corre por nuestra vida: nos sostiene cuando faltan fuerzas, nos regala paciencia donde había enojo,
nos ayuda a amar cuando el corazón está seco, produce fruto aun cuando no lo notamos.
Por eso el cristiano no está llamado a vivir estérilmente. Si permanecemos en Cristo, el fruto llega, aunque sea pequeño, aunque tarde, aunque no reciba aplausos.
Jesús no dice:
“el que se esfuerza más”,
“el que sabe más Biblia”,
“el que hace más actividades”.
Dice algo mucho más simple y más profundo:
“El que permanece en mí, da mucho fruto.”
Permanecer es no soltarse.
Es seguir orando, aunque falten palabras.
Es seguir creyendo, aunque haya dudas.
Es seguir confiando, aunque el camino esté nublado.
Y cuando permanecemos, el fruto aparece de formas muy sencillas:
una palabra amable,
una reacción más serena,
una fe que no se apaga,
una esperanza que no muere.
Al terminar este año, Jesús no nos pregunta cuántas metas cumplimos ni cuántos errores cometimos. Nos hace una sola pregunta:
“¿Seguiste unido a mí?”
Si seguimos unidos a la Vid verdadera, la vida sigue fluyendo por dentro.
La savia sigue alimentando.
El Espíritu sigue obrando.
Entremos al nuevo año no confiando en lo que somos, sino en Aquel que nos da la vida.
Amén.